Dharamsala, un remanso de paz en la montañas

Al día siguiente del cumpleaños de Krishna nos fuimos a la estación de buses de Amritsar, desde donde salía el bus a Dharamsala al mediodía. Aunque apenas 230 kilómetros separan las dos ciudades, sabíamos que por delante teníamos un día largo de carretera. Y, al menos la primera parte, de mucho calor, pues debíamos cruzar las grandes llanuras del Punjab antes de alcanzar las primeras estribaciones del Himalaya, donde se anida Dharamsala sobre los 1200 metros de altitud.

El viaje comenzó como esperábamos… mucho calor y muchas detenciones a dejar y recoger gente… pero estábamos mentalizados en que solo teníamos que aguantar como fuese las incomodidades y el calor porque la recompensa que nos esperaba era enorme; 4 días disfrutando del frescor de las montañas, lejos de los bocinazos y contaminación de las planicies del norte de India. Sin embargo, a pesar de la mentalización previa, el viaje se nos hizo muy muy largo, llegando a Dharamsala ya de noche, siete horas más tarde… 

Sin embargo, las bondades del clima nos volvieron el alma al cuerpo en pocos minutos. Hacían apenas unos 18 grados y lloviznaba levemente, y el frescor del aire fue como un chute de adrenalina directo a la vena. Para llegar desde la parte baja de Dharamsala hasta su parte alta, conocida como McLeod Ganj, hay que subir por un camino de cabras de 8 kilómetros, empinado, estrecho y con muchas curvas. Allí arriba, a 1700 metros de altura, se concentra la presencia de la comunidad tibetana en el exilio, incluida la casa del Dalai Lama y sus templos más importantes, y allí habíamos reservado nuestro hostal.

A diferencia de Amritsar, en Dharamsala conectamos de inmediato con la gente del hostal. Quizás fue porque de inmediato nos encantó la habitación, y su terraza con espectaculares vistas a Dharamsala y a los fértiles valles que se extienden al sur de las montañas. Un auténtico lujazo de hostal, más encima con agua caliente , buena cama y conexión a internet… la base perfecta para descansar bien, y dedicar los días a holgazanear y empaparnos de la cotidianidad de la comunidad tibetana que ha encontrado aquí un nuevo hogar. 

Justamente son ellos la principal razón para venir hasta Dharamsala. Porque estaciones de montaña como ésta, levantadas por los británicos para pasar los meses más tórridos del año hay muchas, pero es aquí donde se estableció el Dalai Lama en el año 1959, tras su huida forzada del Tíbet. Y nosotros quisimos regresar a Dharamsala (ya habíamos estado aquí hace 15 años) para volver a disfrutar de la energía del lugar, mostrar a Pau esta realidad y, con un poco de suerte, poder asistir a alguna de las enseñanzas que da el Dalai Lama periódicamente, cuando no anda viajando. 

Porque venir hasta Dharamsala está ligado, inevitablemente, a la suerte que ha corrido y sigue corriendo este pueblo a manos del gobierno y ejército chino. En fin, de eso ya hablaré más abajo. Primero quisiera explicar la gran felicidad y descanso de los que disfrutamos durante los días que pasamos en Dharamsala. El poder dormir sin aire acondicionado, ni siquiera con ventilador, nos permitió descansar como llevábamos tiempo sin hacer.  El poder descansar de los curry y de la comida picante, que aunque nos encantan hay que reconocer que en ocasiones cansan también, nos permitió disfrutar de sabores más familiares. Como un plato de frutas frescas con muesli con yogurt y miel a la hora del desayuno, o los entrañables momos tibetanos (empanaditas rellenas con verduras o carne, cocidas al vapor), o un delicioso chowmein con verduras salteadas. O el placer de disfrutar de un buen café expresso, o una cerveza bien fría. Todos pequeños lujos que, sin saberlo, añorábamos (sobre todo yo, al parecer). 

Agosto es un mes de lluvias en todo India, incluida estas montañas que conforman la antesala a la gran cordillera del Himalaya. Así que nuestros días estuvieron bastante condicionados por las lluvias, algunas de las cuales cayeron de forma torrencial, aunque por poco tiempo. Pero, a pesar de esto, estuvimos bendecidos por muchos momentos de cielos claros que nos permitieron hacer todo lo que pretendíamos, y más, y disfrutar de algunos paisajes mágicos. Como el de aquella tarde en que la lluvia fue despedida por un tremendo arcoíris que abarcaba todo el valle, y que estuvo sobre nuestras cabezas por al menos una hora. O los atardeceres espectaculares que observamos desde el complejo Tsuglagkhang, el epicentro de la actividad religiosa y donde se encuentra la residencia del Dalai Lama.

En hindi, “dharamshala” significa “refugio” o “casa de descanso” para peregrinos, los cuales se suelen construir cerca de lugares santos de peregrinación, a menudo situados en zonas remotas. Y justamente en esto se convirtió este pueblo de montaña para los tibetanos cuando, en el año 1960, el Primer Ministro de India permitió al Decimocuarto Dalai Lama, y a sus acompañantes y seguidores, establecer aquí un gobierno tibetano en el exilio. A partir de entonces, millares de refugiados tibetanos se han venido estableciendo en la ciudad. 

Un éxodo que no cesa, pues cada año son miles los tibetanos que se siguen arriesgando a cruzar las montañas del Himalaya en busca de refugio, huyendo de la persecución de la que son víctimas en su propio país. Se calcula que alrededor de 150.000 tibetanos han huido del Tíbet en estos 60 años, 10.000 de los cuales viven regularmente en Dharamsala. Muchos otros viven desperdigados por India (os recuerdo que hace dos años visitamos algunos de los asentamientos tibetanos establecidos en el estado de Kartanaka, en el sur de India, antes de la llegada del Dalai Lama al país), Nepal, Bután y muchos otros países occidentales. 

Así es como en la parte alta de Dharamsala (McLeod Ganj), se fueron estableciendo monasterios, templos, escuelas y todo tipo de instituciones y organizaciones oficiales. Hoy en día, además de la Administración Central Tibetana o Gobierno Tibetano en el Exilio, en Dharamsala también se encuentra la sede de varias asociaciones de tibetanos exiliados, que trabajan por la independencia del Tíbet y por el respeto de los derechos humanos. Por todo esto, a esta pequeña ciudad se le suele llamar la «pequeña Lhasa», en referencia a la capital tibetana. 

Como decía arriba, el epicentro de la actividad religiosa se encuentra en el Complejo Tsuglagkhang, un lugar realmente impresionante, sobrecogedor, pues desprende una paz y una armonía imposible de explicar. Dentro del complejo se encuentra el templo Tsuglagkhang, cuyo interior alberga tres imágenes muy significativas; Buda Sakyamuni (el príncipe Sidharta  iluminado), toda hecha de bronce dorado y de tres metros de altura; Padmasambhava, ó Guru Rimpoche, que de alguna manera es considerado como el santo patrono del Tíbet porque fue él quien llevó por primera vez las enseñanzas del Budismo al Tíbet en el siglo VIII;, y Avalokitesvara, el Buda de la Compasión, considerado como la actual emanación del Dalai Lama. Al costado de las imágenes se encuentran dos colecciones completas de las enseñanzas budistas, el Kagyur y el Tengyur, las cuales fueron traídas en la clandestinidad desde el Tíbet por la comitiva del Dalai Lama durante su huida. La energía que fluye de las imágenes y que envuelve la sala de este templo es indescriptible. Durante todos estos años han sido las depositarias de miles y miles de plegarias, y toda esa energía de amor se siente de forma tan nítida que casi se puede tocar.

En el complejo también se haya una gran biblioteca, llena de manuscritos de budismo, cultura tibetana, estatuas, fotografías y pinturas. Y es además la sede de un pequeño monasterio, donde unos 200 monjes estudian en régimen de internado. Siempre que pudimos intentamos coincidir con la recitación de los mantras de la tarde, a la hora de la puesta de sol, a la que seguía la sesión de “debate”,  que es cuando se interrogan unos a otros sobre temas teológicos de una manera muy histriónica. Era, para nosotros, la mejor manera de acabar el día… observando como el sol teñía el horizonte de naranjo y luego de rosado, teniendo como telón de fondo los cantos y las risas de los monjes. Para poner los pelos de punta a cualquiera!

Monjes recitando mantras en Dharamsala

Pero sin duda lo más impactante del complejo se encuentra en el Museo del Tíbet. En él, una exposición apoyada en fotografías reales muestra de forma descarnada el sufrimiento y el drama que viven los tibetanos desde el año 1950, cuando el gobierno chino comenzó con su anexión del Tíbet por la fuerza. Una sección especialmente dura de digerir es la enfocada a los más de 150 tibetanos que se han inmolado durante los últimos diez años como protesta a los abusos a los que son sometidos por parte de los chinos, que están intentando eliminar todo vestigio de la cultura tibetana, en su propio país. Gente de todas las edades, incluso algunos adolescentes, de diferentes profesiones, actividades, etc., han decidido quemarse en público como una manera de atraer la atención de los medios y sociedad mundial sobre la causa tibetana. Un drama del que apenas escuchamos en Occidente, porque a los medios de comunicación ya no les interesa. 

El complejo, incluida la residencia oficial del Dalai Lama, se encuentra sobre una colina, rodeado por un sendero que lo circunda completamente. Este sendero permite a los peregrinos y monjes realizar el “kora”, que consiste en dar vueltas alrededor de un sitio sagrado para demostrar respeto y devoción. En Dharamsala, el kora atraviesa por bosques de pinos, cedros y rododendros, en los que abundan los monos que de vez en cuando se dejan caer por el camino en busca de comida fácil. Aunque pueden intimidar un poco, no son peligrosos, y no impiden disfrutar de la caminata y recitar los mantras a viva voz, o simplemente dando vueltas a las “ruedas de rezo”, que esparcen por el aire los mantras escritos en su interior.  

Gracias a sus paisajes idílicos, su buen clima y la presencia de la comunidad tibetana, Dharamsala se ha convertido en un destino turístico importante. Por eso, sus pocas y estrechas calles se encuentran atiborradas de hoteles, restaurantes, tiendas de suvenires, agencias de turismo, escuelas de todo tipo de conocimientos (medicina tibetana, astrología, yoga, meditación, etc). Pero, aún así, sigue siendo un lugar mágico porque, más allá de lo que se ve, en el pueblo gobierna una energía especial, que no se ve pero se siente en todo momento. Por eso, aquí nos relajamos y, sin cargo de conciencia, nos regalamos la posibilidad de comprar recuerdos y regalos para traer a casa. Incluso yo me regalé un verdadero masaje tibetano, a cuatro manos, que me recompuso la espalda y el alma (lo siento, pero de este masaje no hay imágenes).

Monjes durante su debate vespertino

Con este buen rollo por bandera llegamos a hacernos un pequeño grupo de amigos, como el dueño de nuestro restaurante favorito para desayunar, y con los mejores momos y chowmein del pueblo, el chico de la tienda de suvenires, el del hostal… todos hijos o nietos de refugiados tibetanos. Uno de estos personajes resultó un costurero, que cocía “thankas” y, cuando se lo pedían, el envoltorio de tela para las encomiendas que la gente envía por correo. Un oficio que abundaba en toda india hace. 20 años, pero que ahora casi ha desaparecido.… a él pedimos envolver uno de los regalos que trajimos a Ian, el hijo menor de nuestros amigos Laura y Toni, mientras una clienta accedió a escribir en tibetano su nombre. Pequeñas vivencias y anécdotas que nos llenaron los días y dieron calorcito al corazón.

Y, aunque no coincidimos con ninguna comparecencia del Dalai Lama (daba una enseñanza la semana siguiente!), hasta eso nos pareció perfecto… porque nos ofrece la excusa perfecta para regresar a Dharamsala en un futuro cercano… porque este es uno de esos lugares a los que se quiere regresar una y otra vez, porque la energía y paz que infunde compensan holgadamente los sacrificios que hay que hacer para llegar hasta aquí. Así fue como llegó el día de la partida, que llegó mucho más rápido de lo que nos hubiera gustado… nos fuimos contentos, llenos de alegría y gratitud, pensando que este adiós no es más que un “hasta muy pronto”.

Abrazos,

Michel 

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